La familia de Santiago y la mía habían
emigrado en su momento a Valencia y habíamos estudiado el bachiller elemental
juntos, en una academia familiar situada al principio del ‘carrer’ de Cuenca.
Es curioso, en aquella época las calles de Valencia se llamaban calles, en
castellano, pero a la calle Cuenca todo el mundo la denominaba ‘carrer’.
Por motivos que se irán viendo, tanto sus
padres como mi madre viuda volvieron a la zona de origen, para que estudiáramos
internos el bachiller superior en el colegio de la Sagrada Familia, en Sigüenza
(Guadalajara). Este colegio era popularmente conocido como la SAFA, y estaba
regido por el obispado de la ciudad.
En la SAFA estudiábamos todo tipo de
jóvenes, desde hijos de agricultores de la zona con posibles, de pequeños empresarios,
de maestros, de médicos, de secretarios de ayuntamiento, de madres solteras…
pasando por hijos de mujeres de la vida e hijos de padres acaudalados de
Madrid, quiénes querían vivir la vida sin preocuparse de sus hijos.
Por cierto, estos últimos eran los más
entristecidos y los que más pena nos daban al resto de compañeros. No en vano,
gracias al estatus de sus padres, podrían llevar una vida muy diferente a la de
un internado.
También había alumnos externos de
Sigüenza, que eran la envidia de nosotros, los internos. No por dormir en su
casa, que también, sino por disfrutar de la libertad de ir tranquilamente por
las calles, y de poder simplemente contemplar a las zagalas de nuestra edad.
A los internos nos sacaban en formación de
filas de a cuatro para ir del colegio al campo de deportes, que estaba en la
zona de los pinares. Ese era uno de nuestros mayores disfrutes.
Cuando las chavalas seguntinas veían
nuestras largas columnas huían despavoridas, torciendo por la primera esquina
que les viniera a mano.
Con el tiempo, cuando pasamos a cursos
superiores, es decir, nos fuimos haciendo mayores, y teniendo en cuenta que
podíamos ser varios cientos los que circulábamos por las calles de Sigüenza,
las esquinas eran aprovechadas por algunos de nosotros para escaquearnos
enfilando por calles laterales. Cosa relativamente fácil pues la vigilancia era
escasa. Uno o, como mucho, dos curas nos acompañaban.
Cuando lo conseguíamos se nos hinchaba el
pecho de satisfacción y nos dedicábamos a pasear tranquilamente por la ciudad.
Bueno, no tan tranquilos pues, si de repente veíamos una sotana, que en
Sigüenza al menos en aquellos tiempos había muchas, teníamos que escabullirnos
rápidamente.
También teníamos que tener cuidado al
incorporarnos a las filas a la vuelta de nuestros compañeros hacia el colegio.
Pensándolo bien, parece que no mereciera la pena el esfuerzo con tantas dificultades,
pero aun así nos sentíamos muy satisfechos. La libertad, o el sentimiento de la
misma, aunque sea ínfimo, son fundamentales para el hombre.
Con el paso de los años, una vez
abandonado el colegio, nos fuimos dando cuenta de la gran labor que hicieron
los curas de la SAFA con los jóvenes de la zona. Bueno, no solo de la zona sino
de provincias limítrofes y no limítrofes.
Así que yo como hijo de viuda y Santiago como hijo de viuda virtual, nos alegramos desde el primer momento que nos volvimos a ver en la SAFA, después de nuestra estancia en Valencia. De alguna forma nos diferenciábamos del resto, por nuestra procedencia urbana. Lo que no dejó de causarnos algunos problemas. Sobre todo a Santiago que, con una pátina ciudadana mayor que la mía, provocaba cierto rechazo en los más ’rurales’. Sin embargo su carácter abierto y decidido fue dándole cierto prestigio. Aún recuerdo una cena en la que el reparto de raciones, abusivo y habitual por parte de uno de los compañeros de mesa, dejaba sin su ración al último en servirse. Y puedo añadir que en aquellos tiempos las cenas eran verdaderamente escasas. Ya saben, el ‘avecrem’. De esa época mantengo la costumbre de comerme la piel blanca de las naranjas. Tampoco es tan mala. Ahora es sabido que tiene muchos principios activos beneficiosos para la salud.
Volviendo al tema, ante la negativa del ‘abuson’ a devolver lo que no le correspondía, Santiago, que aquella noche debía estar más sensibilizado o hambriento de lo habitual, le lanzó un puñetazo directamente a su ojo izquierdo, que devino rápidamente en amoratado. Santiago acabó con un nudillo dislocado en su mano derecha, que por la inoperancia médica de aquellos tiempos, todavía hoy conserva. Ante el aplauso de la propia mesa y las cercanas, el cura vigilante Don Juan, una vez informado, llevó a ambos a la enfermería, y a continuación Santiago fue bendecido y el otro castigado. Por una vez la justicia fue acertada. Y el prestigio de Santiago subió algunos enteros entre la tropa estudiantil.
El colegio estaba dirigido por Don Vicente Moñux a quien el obispo le había encargado su puesta en funcionamiento. Don Vicente estaba especializado en pedagogía y se sentía discípulo del Padre Manjón.
Yo le tenía un especial cariño a Don Avelino, que ejercía de administrador y contable. Labor que no era muy reconocida por el público estudiantil, que le había bautizado como ‘Avecrem’, por las sopas vespertinas que se ofrecían casi invariablemente en las cenas. A pesar de ello, Don Avelino era una persona afable y sonriente. Él acabó su labor en Zaragoza como párroco de la población Maella y después de Peñaflor, donde falleció antes de jubilarse.
A nivel de estudios, era muy reconocido Don Dionisio, que gracias a sus enseñanzas de matemáticas y física, nos catapultó a las escuelas de ingeniería a muchos de nosotros. También eran conocidos Don Luis y Don Juan, pero no precisamente por los aspectos positivos de su labor, que claro también los había.
Aquella noche, la conversación en Argüelles derivó sobre la situación de mi madre, que me acababa de escribir con las noticias habituales del pueblo. Viuda desde muy joven, con su pensión de viudedad, se había sacrificado para que yo pudiera hacer, además del bachiller superior, los estudios de maestro de enseñanza primaria en la SAFA y luego los de agronomía en Madrid.
La verdad es que mi madre vivía una vejez satisfecha por haber conseguido darle un futuro muy aceptable a su único hijo y de recibir mis noticias desde Madrid, esperando que algún día le comunicara que ‘festejaba’.
Ella, que era oriunda de Aragón, y por eso me bautizaron como Jorge, así denominaba al hecho de tener novia. Yo lo adopté, pues me parecía una palabra muy bonita y descriptiva de lo que los novios en aquellos tiempos hacían, ir de festejo en festejo. Así que, salvo que yo todavía no festejaba, tanto ella como yo teníamos una vida placentera para la época. Quizás con el lado oscuro de su temprana viudedad. Nada que ver con las consecuencias de la Guerra Civil, sino con una gripe que se complicó y acabó con la vida de mi padre, funcionario de administración municipal en Valencia, probablemente porque entonces la penicilina escaseaba.
El caso de Santiago era muy diferente. Su padre había luchado con los falangistas en la Guerra Civil, sobreviviendo a la contienda, pero con efectos colaterales, como el alcoholismo, y cierta insatisfacción por el incumplimiento por parte del Régimen de Franco del ideario falangista, del cual era ferviente creyente.
Resultado de ello era que, la educación de Santiago estaba prácticamente en manos de su madre y de sus abuelos maternos, que sin ser ricos, tenían ciertas posibilidades para enviarlo a la SAFA y luego a la Universidad.
Así que yo como hijo de viuda y Santiago como hijo de viuda virtual, nos alegramos desde el primer momento que nos volvimos a ver en la SAFA, después de nuestra estancia en Valencia. De alguna forma nos diferenciábamos del resto, por nuestra procedencia urbana. Lo que no dejó de causarnos algunos problemas. Sobre todo a Santiago que, con una pátina ciudadana mayor que la mía, provocaba cierto rechazo en los más ’rurales’. Sin embargo su carácter abierto y decidido fue dándole cierto prestigio. Aún recuerdo una cena en la que el reparto de raciones, abusivo y habitual por parte de uno de los compañeros de mesa, dejaba sin su ración al último en servirse. Y puedo añadir que en aquellos tiempos las cenas eran verdaderamente escasas. Ya saben, el ‘avecrem’. De esa época mantengo la costumbre de comerme la piel blanca de las naranjas. Tampoco es tan mala. Ahora es sabido que tiene muchos principios activos beneficiosos para la salud.
Volviendo al tema, ante la negativa del ‘abuson’ a devolver lo que no le correspondía, Santiago, que aquella noche debía estar más sensibilizado o hambriento de lo habitual, le lanzó un puñetazo directamente a su ojo izquierdo, que devino rápidamente en amoratado. Santiago acabó con un nudillo dislocado en su mano derecha, que por la inoperancia médica de aquellos tiempos, todavía hoy conserva. Ante el aplauso de la propia mesa y las cercanas, el cura vigilante Don Juan, una vez informado, llevó a ambos a la enfermería, y a continuación Santiago fue bendecido y el otro castigado. Por una vez la justicia fue acertada. Y el prestigio de Santiago subió algunos enteros entre la tropa estudiantil.