sábado, 28 de noviembre de 2015

SANTIAGO Y JORGE

Los dos, Santiago y Jorge, procedíamos de pueblos próximos entre sí. Yo de uno pequeño, de la comarca, entonces resinera, de Molina de Aragón, en Guadalajara, y Santiago de Medinaceli, en Soria. Ambas localidades de distintas provincias, pero muy próximas, y que junto con Teruel y las zonas próximas de la provincia de Zaragoza, constituyen el núcleo central de la denominada Celtiberia.

La familia de Santiago y la mía habían emigrado en su momento a Valencia y habíamos estudiado el bachiller ele­mental juntos, en una academia familiar situada al principio del ‘carrer’ de Cuenca. Es curioso, en aquella época las calles de Valencia se llamaban calles, en castellano, pero a la calle Cuenca todo el mundo la denominaba ‘carrer’.
 
Por motivos que se irán viendo, tanto sus padres como mi madre viuda volvieron a la zona de origen, para que estudiáramos internos el bachiller superior en el colegio de la Sagrada Familia, en Sigüenza (Guadalajara). Este colegio era popularmente conocido como la SAFA, y estaba regido por el obispado de la ciudad.
En la SAFA estudiábamos todo tipo de jóvenes, desde hijos de agricultores de la zona con posibles, de pequeños empre­sarios, de maestros, de médicos, de secretarios de ayuntamiento, de madres solteras… pasando por hijos de mujeres de la vida e hijos de padres acaudalados de Madrid, quiénes querían vivir la vida sin preocuparse de sus hijos.  
Por cierto, estos últimos eran los más entristecidos y los que más pena nos daban al resto de compañeros. No en vano, gracias al estatus de sus padres, podrían llevar una vida muy diferente a la de un internado.
También había alumnos externos de Sigüenza, que eran la envidia de nosotros, los internos. No por dormir en su casa, que también, sino por disfrutar de la libertad de ir tranquilamente por las calles, y de poder simplemente contemplar a las zagalas de nuestra edad.
A los internos nos sacaban en formación de filas de a cuatro para ir del colegio al campo de deportes, que estaba en la zona de los pinares. Ese era uno de nuestros mayores disfrutes.
Cuando las chavalas seguntinas veían nuestras largas columnas huían despavoridas, torciendo por la primera esquina que les viniera a mano.
Con el tiempo, cuando pasamos a cursos superiores, es decir, nos fuimos haciendo mayores, y teniendo en cuenta que podíamos ser varios cientos los que circulábamos por las calles de Sigüenza, las esquinas eran aprovechadas por algunos de nosotros para escaquearnos enfilando por calles laterales. Cosa relativamente fácil pues la vigilancia era escasa. Uno o, como mucho, dos curas nos acompañaban.
Cuando lo conseguíamos se nos hinchaba el pecho de satisfacción y nos dedicábamos a pasear tranquilamente por la ciudad. Bueno, no tan tranquilos pues, si de repente veíamos una sotana, que en Sigüenza al menos en aquellos tiempos había muchas, teníamos que escabullirnos rápidamente.
También teníamos que tener cuidado al incorporarnos a las filas a la vuelta de nuestros compañeros hacia el colegio. Pensándolo bien, parece que no mereciera la pena el esfuerzo con tantas dificultades, pero aun así nos sentíamos muy satisfechos. La libertad, o el sentimiento de la misma, aunque sea ínfimo, son fundamentales para el hombre.
Con el paso de los años, una vez abandonado el colegio, nos fuimos dando cuenta de la gran labor que hicieron los curas de la SAFA con los jóvenes de la zona. Bueno, no solo de la zona sino de provincias limítrofes y no limítrofes.

El colegio estaba dirigido por Don Vicente Moñux a quien el obispo le había encargado su puesta en funcionamiento. Don Vicente estaba especializado en pedagogía y se sentía discípulo del Padre Manjón.

Yo le tenía un especial cariño a Don Avelino, que ejercía de administrador y contable. Labor que no era muy reconocida por el público estudiantil, que le había bautizado como ‘Avecrem’, por las sopas vespertinas que se ofrecían casi invariablemente en las cenas. A pesar de ello, Don Avelino era una persona afable y sonriente. Él acabó su labor en Zaragoza como párroco de la población Maella y después de Peñaflor, donde falleció antes de jubilarse.

A nivel de estudios, era muy reconocido Don Dionisio, que gracias a sus enseñanzas de matemáticas y física, nos catapultó a las escuelas de ingeniería a muchos de nosotros. También eran conocidos Don Luis y Don Juan, pero no precisamente por los aspectos positivos de su labor, que claro también los había.

Aquella noche, la conversación en Argüelles derivó sobre la situación de mi madre, que me acababa de escribir con las noticias habituales del pueblo. Viuda desde muy joven, con su pensión de viudedad, se había sacrificado para que yo pudiera hacer, además del bachiller superior, los estudios de maestro de enseñanza primaria en la SAFA y luego los de agronomía en Madrid.
La verdad es que mi madre vivía una vejez satisfecha por haber conseguido darle un futuro muy aceptable a su único hijo y de recibir mis noticias desde Madrid, esperando que algún día le comunicara que ‘festejaba’.

Ella, que era oriunda de Aragón, y por eso me bautizaron como Jorge, así denominaba al hecho de tener novia. Yo lo adopté, pues me parecía una palabra muy bonita y descriptiva de lo que los novios en aquellos tiempos hacían, ir de festejo en festejo. Así que, salvo que yo todavía no festejaba, tanto ella como yo teníamos una vida placentera para la época. Quizás con el lado oscuro de su temprana viudedad. Nada que ver con las consecuencias de la Guerra Civil, sino con una gripe que se complicó y acabó con la vida de mi padre, funcionario de administración municipal en Valencia, probablemente porque entonces la penicilina escaseaba.
 
El caso de Santiago era muy diferente. Su padre había luchado con los falangistas en la Guerra Civil, sobreviviendo a la contienda, pero con efectos colaterales, como el alcoholismo, y cierta insatisfacción por el incumplimiento por parte del Régimen de Franco del ideario falangista, del cual era ferviente creyente.
 
Resultado de ello era que, la educación de Santiago estaba prácticamente en manos de su madre y de sus abuelos maternos, que sin ser ricos, tenían ciertas posibilidades para enviarlo a la SAFA y luego a la Universidad.

Así que yo como hijo de viuda y Santiago como hijo de viuda virtual, nos alegramos desde el primer momento que nos volvimos a ver en la SAFA, después de nuestra estancia en Valencia. De alguna forma nos diferenciábamos del resto, por nuestra procedencia urbana. Lo que no dejó de causarnos algunos problemas. Sobre todo a Santiago que, con una pátina ciudadana mayor que la mía, provocaba cierto rechazo en los más ’rurales’. Sin embargo su carácter abierto y decidido fue dándole cierto prestigio. Aún recuerdo una cena en la que el reparto de raciones, abusivo y habitual por parte de uno de los compañeros de mesa, dejaba sin su ración al último en servirse. Y puedo añadir que en aquellos tiempos las cenas eran verdaderamente escasas. Ya saben, el ‘avecrem’. De esa época mantengo la costumbre de comerme la piel blanca de las naranjas. Tampoco es tan mala. Ahora es sabido que tiene muchos principios activos beneficiosos para la salud.

Volviendo al tema, ante la negativa del ‘abuson’ a devolver lo que no le correspondía, Santiago, que aquella noche debía estar más sensibilizado o hambriento de lo habitual, le lanzó un puñetazo directamente a su ojo izquierdo, que devino rápidamente en amoratado. Santiago acabó con un nudillo dislocado en su mano derecha, que por la inoperancia médica de aquellos tiempos, todavía hoy conserva. Ante el aplauso de la propia mesa y las cercanas, el cura vigilante Don Juan, una vez informado, llevó a ambos a la enfermería, y a continuación Santiago fue bendecido y el otro castigado. Por una vez la justicia fue acertada. Y el prestigio de Santiago subió algunos enteros entre la tropa estudiantil.
 


 
 
 
 


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