martes, 28 de abril de 2015

BULGARIA 69



La última noche de Budapest, mi compañero Santiago me preguntaba sobre el país siguiente en nuestro viaje: Bulgaria.

 

–Sí – le comentaba yo– menudo contraste con Yugoslavia.


–Claro, Bulgaria era probablemente el más comunista de los países visitados. No en vano se le considera el principal satélite de los soviéticos.


–A mí, si tenía alguna duda sobre el comunismo, se me cayó el velo después de la visita al cariñoso y viejo briga­dista, con el que pudimos reunirnos.


 

La entrevista con el brigadista internacional merece la pena de ser contada.

 

En Sofía, nos alojamos en el hotel  Serdika tres noches. La segunda noche, cuando llegamos al hotel, se nos presentó un búlgaro que hablaba español perfectamente (en aquel entonces lo aprendían en la Cuba comunista). Nos comentó que nuestra visita había salido en la prensa y que venía de parte de un brigadista búlgaro, que había luchado en la guerra civil española, y que tenía mucho interés en hablar con algunos de nosotros. Estábamos Santiago y yo y otros dos compañeros. Después de deliberar, nos ofrecimos los cuatro. Era muy atrayente para todos. Quedamos con el búlgaro para la noche siguiente después de cenar. Nos rogó que fuéramos muy discretos, así que decidimos no comentárselo a nadie. Ni siquiera a nuestro catedrático responsable del viaje don Joaquín. Realmente fuimos algo inconscientes pues atendíamos a una cita a ciegas en un país comunista. Claro, éramos jóvenes.

 
Bulevar Dimitrov. Sofía 1969

A la noche siguiente, después de la cena, el contacto búlgaro de la noche anterior nos estaba esperando en la entrada del hotel. Nos pidió que le siguiéramos con discreción a cierta distancia.


Las escasas luminarias callejeras nos ayudaban a pasar desapercibidos. Nos alejamos bastante del centro, lo que nos empezó a preocupar. Decidimos ir de dos en dos pues así nos sentíamos más protegidos que yendo de a cuatro. Llegamos a zonas con edificios más corrientes, más populares y cada vez con calles menos iluminadas. Seguíamos preocupados.


 

Después de un buen rato de caminata finalmente entramos en un portal. Subimos al último piso, creo que era un décimo, mediante un ascensor que curiosamente se movía inser­tando monedas, que introdujo nuestro contacto búlgaro. Una vez en el rellano nuestro acompañante llamó al timbre de una puerta. Apareció una persona no demasiado mayor, que al vernos se mostró muy contento de poder saludar a unos españoles. Era el brigadista. Nos invitó a entrar y una vez acomodados en la sala de estar, ayudado por sus pequeños conocimientos de español y del contacto búlgaro que nos acompañaba, nos habló de su estancia en España, con numerosas anécdotas que recordaba con mucho cariño. Sobre todo recordaba su estancia en Barcelona, donde al parecer tuvo que pasar bastante tiempo, antes de volver a su país.


Luego pasó a contarnos que estaba arrinconado en su país, porque era muy crítico con el gobierno. Y sobre todo, porque a él se le consideraba ‘contaminado’ por su viaje a España. Añadió que lo que estábamos viendo no era comu­nismo, y que el poder en su país lo detentaba un núcleo bastante cerrado y nada democrático.


 

Vamos, lo que poste­riormente se denominó en todos esos países la ‘nomencla­tura’. Esta clase dirigente vivía a costa del comunismo (sacrificio) de los demás y se perpetuaba promocionando a sus familiares y amigos a los mejores puestos del país. Vamos puro nepo­tismo bajo el paraguas comunista.

Realmente pienso, cuando el logro de una comunidad se antepone, en plan totalitarista, al logro individual, los necios, los oscuros, los negados, los espabilados suben al poder, están en su salsa y hacen por conservarla.

Para mí fue muy revelador que un viejo comunista negara el comunismo de su país. El tiempo le dio la razón. En realidad en aquel momento no sabíamos, por lo menos yo, que el comunismo es un imposible a nivel humano.

Nos despedimos de él y con nuestro guía nos volvimos al hotel ya sin tantas precauciones como a la ida. Aquella noche a Santiago y a mí nos costó bastante dormirnos. Lo que habíamos vivido había golpeado asaz nuestras conciencias, por lo menos la mía. Mis posibles compren­siones juveniles hacia el pensamiento comunista se habían desvanecido.

Santiago me comentó que había estado hablando con el búlgaro que nos acompañó en esta peripecia, de la novela ‘Cien años de soledad’, que había sido recien­temente publicada y traducida al búlgaro por él mismo. Al hilo de esta obra, tengo entendido que hay gente a la que le maravilla, y otros a los que no. Entre estos últimos me encuentro yo, pues su redacción sin concesiones a la ortografía, me impidió pasar de las primeras páginas.


 

Esta pequeña experiencia con los autóctonos me llevó a pensar que los viajes turísticos, sin entrar en la vida del país, como se hace ahora habitualmente, sin estar al tanto, aunque sea mínimamente, de la vida de la gente, no sirve para conocer otras culturas y por ende, poder comparar nuestras virtudes y defectos frente a las mismas. Claro, los viajes turísticos son otra cosa diferente y con otros objetivos a lo que nosotros vivimos.

–Pero otra cosa de enorme interés –me decía Santiago– fue nuestro primer encuentro con la cultura sefardita. En España se nos había hablado de ella y resulta que era la pura verdad. Y nosotros la encontramos en una pequeña ciudad perdida de Bulgaria.


 

Pero esto es harina de otro costal y será para una nueva entrada.

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