La noche no parecía que nos diera sueño,
así que seguimos haciendo nuestra valoración del viaje.
–Sin embargo, en el hotel Majestic, en Mamaia, nos hicieron una recepción
paradisíaca, imposible de creer para unos jóvenes graduados como éramos
nosotros– me comentaba Santiago.
–Pues sí– corroboraba yo y añadía– Sin embargo, desde ese hotel nos
llevaron al delta del Danubio, donde tuvimos una visión del infierno comunista,
que en este momento todavía me sigue dando escalofríos.
La recepción paradisíaca
en el Majestic merece ser contada.
Pasamos
por el enclave turístico de Vama Veche y acabamos en una nueva zona turística,
Mamaia, al norte de la ciudad de Constanza, otra vez en el Mar Negro. Llegamos
a mediodía al hotel Majestic y, tras tomar posesión de nuestras habitaciones,
pasamos a comer al restaurante.
Todos
bajamos emocionados del lujo de las habitaciones, y la sorpresa fue aún mayor
al ver el impresionante salón comedor. Era amplísimo, tenía el techo sobre
elevado y uno de los laterales, el que daba a la playa, prácticamente acristalado.
Y nuevamente estaba repleto de turistas del Este.
Como
en cada restaurante de los que veníamos disfrutando desde Yugoslavia, en el
propio salón había una orquesta que amenizaba los ágapes. Y lo mejor es que
durante toda la semana en Rumanía estábamos totalmente invitados por el
gobierno Rumano, presidido por el tristemente célebre Ceaucescu. Por la tarde,
nuevamente disfrutamos de las playas del Mar Negro cada vez con más confianza.
La
cena fue un preludio de las variadas sorpresas que nos tenía preparadas el
gobierno rumano. El servicio de camareros nos sirvió a nosotros y a los
innumerables turistas soviéticos un menú incomparable. A la llegada de los
postres, la orquesta dejó de tocar, se apagaron las luces, y de la cocina
empezó a salir una numerosa fila de camareros con bandejas en alto y flameadas,
de tal forma que gracias a ellas veíamos el curso de los acontecimientos. Se
oyó un ¡Ooooh! en toda la sala. Empezamos a comentar entre nosotros que debería
haber alguien importante entre los soviéticos, pero para nuestra sorpresa
atravesaron sus mesas y se dirigieron a las nuestras. ¡Las bandejas eran
primero para nosotros! No cabíamos en sí de gozo. Don Joaquín y su señora
estaban más emocionados que nosotros. Empezaron a servirles a los dos y luego
al resto del grupo. La orquesta empezó a tocar aires españoles. Los soviéticos
nos aplaudían. Era imposible de creer.
Pero el viaje
por el delta del Danubio nos abrió los ojos al infierno comunista.
El
jueves 24 de julio teníamos programada una visita turística por el gobierno
rumano. Consistía en paseo en barco durante todo el día por el delta del
Danubio (delta Dunari, en rumano), que se encontraba en las proximidades,
llegando a la desembocadura en el mar Negro y volviendo al punto de origen.
Embarcamos
en un pequeño navío, reservado en exclusiva para nosotros, y empezamos a
recorrer el río. A medida que avanzábamos, las dos orillas se fueron poblando
de unos altos cañaverales que podrían alcanzar más de cuatro metros, de tal
forma que parecía que estuviéramos circulando por un gran túnel vegetal, desde
el que no veíamos nada salvo el agua.
Turismo en barco por el delta del Danubio
Cañaverales en el delta del Danubio
También pescadores
Íbamos
entretenidos tratando de avistar algún pez desde la cubierta cuando de repente,
a nuestra izquierda apareció un gran claro. En él pudimos observar varias
decenas de hombres, sudorosos y con el torso desnudo, cortando las cañas junto
a la orilla, vigilados por soldados con metralletas. Los hombres se quedaron
parados, suspendiendo su trabajo, y observándonos en silencio, con caras serías
y lastimosas por el duro trabajo que estaban haciendo. Nosotros también
contuvimos nuestra respiración, y también nos quedamos callados por un corto
período de tiempo, que nos pareció una eternidad. Estábamos a escasos metros
unos de otros.
Santiago
dijo:
–Parece
un campo de trabajo.
Nadie
contesto. Salvo el capitán del barco que aclaró en rumano, pero que todos
pudimos entender:
–Esa
es zona soviética.
Y
viendo que algunos nos disponíamos a sacar nuestras instantáneas, aclaró:
–No
se pueden hacer fotos.
Los
soldados, amenazándoles con sus armas, empezaron a gritar a los cortadores de
caña, que no tuvieron más remedio que volver a su trabajo. Y finalmente los
perdimos de vista con el avance del barco.
Don
Joaquín, después de hablar con el capitán, nos aclaró que la orilla izquierda
era soviética y la derecha rumana.
Santiago,
comento:
–A
saber dónde tendrán los rumanos sus campos de trabajo.
Estuvimos
algún tiempo anonadados haciendo comentarios sobre el asunto. Carlos Sherpherd
apenas abrió la boca. Hasta que de cocina nos avisaron para la comida, que nos
iba a ser servida en la cubierta del barco, pero a la sombra de toldos
preparados al efecto, lo que no era desdeñable por el fuerte calor húmedo
ambiental. Y más después de haber visto las condiciones de trabajo de los
presos. La comida estuvo a la altura de las precedentes, con el encanto añadido
del lugar de servicio, que pronto nos hizo olvidar la experiencia anterior.
A
la vuelta, debimos de circular por otro de los múltiples canales del Danubio,
pues no pasamos por la zona del campo de trabajo. O bien, los presos habían
acabado su desgraciada jornada.
Contando
esta historia en el siglo XXI, alguien me decía que también Franco tuvo un
campo de trabajo en el Valle de los Caídos. Claro, es cierto, pero en 1969 en
ningún país occidental existían campos de trabajo. Y además, basta acudir a los
escritos del premio Nobel de Literatura 1970, Alexander Solyenitzin, en
concreto al libro Archipiélago Gulag, para saber las barbaridades que hicieron
los soviéticos con los disidentes.
Curiosamente,
Solyenitzin fue tan clarividente como para criticar, después de su vida en
occidente, el capital liberalismo que ahora sufrimos.